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Josefa de Fuentes de Oñoro

Josefa de Fuentes de Oñoro

August Schaumann fue uno de esos, aproximadamente, cinco mil súbditos del Electorado de Hannover que sirvieron bajo bandera británica durante la Guerra Peninsular, integrados en las filas de la King’s German Legion. Su destino fue el de oficial de intendencia, ya que en la vida civil había tenido experiencia en la gestión de almacenes, por lo tanto, estuvo encargado, entre otras cosas, de reunir suministros para el ejército, lo que le permitió tener un estrecho contacto con la población española y portuguesa. No es extraño, entonces, que sus memorias nos proporcionen episodios de lo más interesante respecto a lo que fue la convivencia entre el ejército expedicionario británico y los paisanos de Salamanca. Valga como ejemplo la desdichada historia de Josefa de Fuentes de Oñoro.

En abril de 1811 el ejército aliado se encontraba acantonado en La Raya tras la fallida tercera invasión francesa de Portugal, liderada por el mariscal Masséna, que no había podido tomar Lisboa a causa de las inexpugnables líneas defensivas que británicos y portugueses habían construido en Torres Vedras. Con el cuartel general de Wellington establecido en Vilar Formoso, Schaumann se alojaba en la Quinta del Águila, una finca que todavía existe con ese mismo nombre y que está situada entre las poblaciones de Fuentes de Oñoro y Espeja. El propietario de la finca era por entonces Camilo Diego, uno de los hombres más influyentes y respetados de la comarca. Camilo tenía dos hijos y una hija, que inmediatamente captó la atención del joven oficial alemán, que le regaló “un par de buenas tijeras inglesas”, gesto que la moza correspondió con un mechón de sus cabellos. Así describe Schaumann a la joven charra en sus memorias:

Para ser una chica española de campo era extraordinariamente culta, o al menos parecía tener inclinaciones en ese sentido. A menudo hacía comparaciones entre los oficiales ingleses y sus propios compatriotas y admiraba los buenos modales de los primeros en detrimento de las groseras, toscas, hoscas y repulsivas maneras de los últimos. “Son brutos” (sic), decía. Cuando estaba en casa me sentaba normalmente a su lado, entreteniéndola con historias sobre Inglaterra y mi tierra natal. Si iba al pozo que estaba delante de la casa a por agua, la acompañaba y le echaba una mano. Josefa era buena, llena de buenos sentimientos, tierna, muy hermosa y, como todas las mujeres españolas, maravillosamente bien proporcionada. Sus andares eran los de una reina. Su cuerpo respiraba vitalidad y buena salud. Su carácter era también como el de la mayoría de las mujeres españolas, porque era firme, emprendedora, apasionada y severa, pero también fiel. El pensar que un día tendría que casarse con uno de los brutos de sus compatriotas le acongojaba y, casi sin darnos cuenta, nuestros corazones se juntaron.

A finales de abril de 1811 los franceses avanzaron hacia la frontera y eso forzó a Camilo y su familia a refugiarse en Portugal. Una buena decisión, ya que, si no hubieran actuado de ese modo, se habrían visto atrapados en pleno campo de batalla de Fuentes de Oñoro. Schaumann permaneció acantonado en la Quinta, donde un mensajero le entregó una carta de Josefa en la que:

[…] Me informaba de que, en contra de su voluntad, su familia quería casarla con un oficial de la guerrilla llamado Julián Sánchez, pero que ella no podría nunca entregarse a ese salvaje y brutal rústico. Recurría a mí en su turbación. Yo era un caballeroso oficial inglés y su amigo y, como tal, no dudaría en ayudar a una desamparada damisela en su infortunio. En el nombre de Jesús, María y todos los santos imploraba mi ayuda. Atada a la carta con un trozo de cinta de vivo color había una pieza de seda bordada con la forma de una cruz y un corazón.

Lo cierto es que al principio Schaumann tuvo algunas dudas al respecto de cómo actuar, aunque pronto éstas quedarían despejadas:

[…] su padre, el viejo Camilo, era un hombre altivo y orgulloso, y uno de los más respetados y ricos hombres de Fuentes de Oñoro… Además, sus hermanos eran jóvenes e impulsivos y, junto a su novio, el oficial guerrillero, no se pensarían ni por un momento el quitarme de en medio de un disparo. Por otra parte, la chica era guapa, interesante, buena e irreprochable y, al ver que había pedido mi protección, ¿quién en estas circunstancias habría rehusado ofrecérsela?

Así las cosas, el caballeroso oficial alemán no tuvo mejor idea que enviar al jefe de sus arrieros, un zapatero de nombre Joaquín, “un muchacho espabilado”, en una misión de rescate de Josefa que se culminaría con la moza refugiada en casa del juez de paz de la localidad portuguesa de Cea, un tal Javier, un amigo de confianza de Schaumann.

A la mañana siguiente un numeroso grupo de personas se presentó en la Quinta del Águila. Así lo describe el urdidor del plan de secuestro:

[…] se trataba del viejo Camilo, sus hijos y vecinos. Montaban mulas con altas sillas moras y llevaban capas pardas atadas por delante. Un fusil colgaba de un gancho en cada una de las sillas y llevaban polainas marrones y una sola espuela, sujeta al pie izquierdo. Alrededor de la cintura llevaban grandes cinturones de cuero con cartucheras y cuchillos. Usaban grandes sombreros redondos, chaquetas marrones y calzones cortados de la manera acostumbrada. Uno de ellos portaba una lanza. La cabalgata tenía un aire solemne indescriptible y también un poco cómico, a lo Don Quijote.

El padre, que a buen seguro se olía lo que había pasado, no mostró su indignación, todo lo contrario:

[…] Después de desmontar empezaron a mirar por todo el patio y construcciones adyacentes. Por fin, el viejo Camilo vino hacia mí y me dio a entender, ingenuamente, el motivo de su visita, que no era otro que, como la quinta necesitaba una reparación general, había traído gente que sabía de construcción para examinar todas las habitaciones y ver lo que era necesario hacer. Me hice el inocente y encomié su resolución. Cuando buscaron en vano algún rastro de Josefa y vieron mi comportamiento calmado se quedaron un poco sorprendidos, así que, tras una breve deliberación, montaron sus mulas de nuevo…

Pasados unos días Schaumann recibió un mensaje del general de intendencia Kennedy por medio del cual se le ordenaba presentarse en sus cuarteles de inmediato. El pícaro alemán olió a gato encerrado, así que se hizo el enfermo y mandó a su amigo Baldy en su lugar con el siguiente resultado:

[…] El general le interrogó muy minuciosamente y le presionó para que confesara si sabía a dónde había llevado a la hija del viejo Camilo. Al principio Baldy pretendió ignorar del todo el asunto, hasta que, ¡Dios mío!, Mr. Kennedy sacó mi carta dirigida a Josefa y al mismo tiempo exclamó: “Dígale a Mr. Schaumann que se ha descubierto todo” (ya que Josefa había dejado imprudentemente mi carta en su habitación), “y que lord Wellington, a quien el viejo Camilo se ha quejado, ha ordenado que, bajo pena de incurrir en la más severa desgracia delante del comandante en jefe, el paradero de la chica debe darse a conocer a sus padres”.

Schaumann no podía arriesgarse a seguir con un juego que le acarrearía graves consecuencias, así que mandó llamar a Camilo, que se presentó al día siguiente con el cura de Fuentes de Oñoro y el coronel español O’Lawlor, que estaba destinado como agregado en el cuartel general. De esta forma se zanjó el asunto entre el desconsolado padre y el alemán amante de su soltería:

El viejo parecía muy afectado: “¡Por mi alma!”, gritó, “¡Ustedes los ingleses son raros pero nobles personajes! Pero señor intendente, cuando un hombre ama a una mujer, no se la lleva, habla con sus padres”. “Absolutamente cierto, señor Camilo”, le contesté. “Sin embargo se olvida de que yo no secuestré a su hija para casarme con ella, sino para protegerla. ¿Quién puede contemplar el matrimonio en estos tiempos tan agitados?”…

Josefa, con el corazón roto, intentó por dos veces escaparse y reunirse con su amado, pero en ambas ocasiones fue devuelta a casa por sus hermanos y encerrada, hecha un mar de lágrimas, en su alcoba.

Tiempo más tarde, llegado el verano de 1813, cuando el ejército aliado se encontraba al pie de los Pirineos y dispuesto a invadir Francia, se produjo la siguiente escena que pone el punto y final a esta historia:

Acabábamos de cruzar el Ebro y una fuerte tromba de agua me obligó a buscar refugio en una casa que había sido abandonada por sus habitantes pero que estaba ocupada por algunos de nuestros hombres. En la cocina había tres o cuatro campesinas españolas alrededor del fuego, que me saludaron como a un conocido nada más verme. Algo sorprendido les pregunté de dónde eran, “de Fuentes de Oñoro”, contestaron. Eran esposas de soldados ingleses que habían sido estacionados allí. Inmediatamente pregunté por Josefa. “¡Oh, ella!”, replicaron. “Casi todos los días va a la Quinta del Águila, señor intendente, buscándole a Vd. A menudo se sienta en una piedra durante días enteros, rehusando todo alimento, y mirando fijamente a la ventana de su antiguo cuarto de estar, o se pasea por las vacías habitaciones de la abandonada casa de labranza, y le llama por su nombre…

Miguel Ángel Martín Mas

Dedicado a Lidia, Esther y Tamara de Fuentes de Oñoro. Alumnas y ahora funcionarias del cuerpo de maestros.

Fuente: On The Road With Wellington: The Diary of a War Commissary in the Peninsular Campaigns Frontline books (1993).